Comienzo esta entrada hoy poniéndola título con una frase célebre del visionario Steve Jobs (1955-2011), una persona que ha contribuido a la mayor transformación de la vida de las personas; uno de los personajes más influyentes del mundo por su aportación al desarrollo tecnológico desde el último cuarto del siglo XX hasta el final de su vida.
Este pasado fin de semana me he tropezado con un compañero y extraordinario amigo a quien había perdido la pista hace muchos años. El mundo es patria, suelo decir yo con cierta jocosidad al reflexionar sobre la realidad que me atañe en mi propia familia. Eso mismo ha pensado siempre Juan Carlos, me ahorro citar sus apellidos, un ciudadano del mundo cuya carta de presentación podría considerarse un modelo de éxito profesional demostrado que supera con creces a todos sus coetáneos que coincidimos en el colegio en los años 60´del pasado siglo, cursando los estudios de bachillerato.
Juan Carlos ha tenido una vida profesional impactante, desarrollada fuera de España en su mayor parte y, según me confiesa, viajando sin cesar por medio mundo durante cuarenta años. Formó una familia en su día y tiene tres hijos que han disfrutado más bien poco de su compañía. Según me confesaba este fin de semana, que se encuentra de visita privada en Santander, ha pagado un precio personal y familiar muy alto en contraposición al innegable éxito profesional logrado.
Sin embargo, le he visto mejor que hace 12 años. En aquella ocasión encontré a un hombre derrotado, hundido, al borde del abismo y, lamentablemente, poco pude hacer para intentar “ayudarle” porque nuestro encuentro fue, igualmente, fugaz. Es curioso, la capacidad de superación de los seres humanos es casi infinita. Este fin de semana he notado a Juan Carlos muy bien, emocionalmente asentado, incluso alegre y jocoso por momentos. Hasta me recordó unos versos de Antonio Machado “todo pasa y todo queda, pero lo nuestro es pasar, pasar haciendo caminos, caminos sobre el mar”, emulando a un profesor de Literatura del Colegio que tanta pasión nos inculcó por la lectura.
Dada la amistad que nos une, arraigada, de calidad, como suele ser la que nace y se consolida durante la adolescencia, y a pesar de las distancias que nos separan por razones profesionales, le recordé un escrito que me envió en febrero de 2007 y que aún conservo. Juan Carlos se emocionó cuando se lo dije. Le traía recuerdos íntimos muy dolorosos.
Afortunadamente, aquella situación de entonces hoy se encuentra felizmente superada, me dijo. Tal es así que, conocedor de que en este blog deslizo mis reflexiones sobre distintos avatares profesionales pero, también, de mi vida cotidiana, me animó a que lo publicara. Me sorprendió, debo confesarlo. Su argumento me convenció. Con unas sencillas palabras me comentó. “¡ojalá mi experiencia sirva a otras personas para reconducir su situación profesional en pos de una vida familiar, acorde con un proyecto de vida familiar, con las expectativas y derechos de cónyuges e hijos!
Eres grande, Juan Carlos. Me siento orgulloso de tenerte entre el más selecto y reducido grupo de amigos.
Os dejo, a continuación, aquel escrito de Juan Carlos que, a día de hoy, me sigue emocionando hasta límites indescriptibles.
¡Eso a mí no me pasa…!
Miércoles, 7 de febrero de 2007
El hecho es que estoy deprimido, triste, bajo de ánimo. Me siento solo, incomprendido, despreciado y humillado por los míos; sin ningún respeto, con mi autoestima por los suelos. No es una situación puntual. Viene de antiguo. Siempre que pienso en ello, niego la evidencia. Me digo que no, que no puede ser, que a mi no me pueden pasar estas cosas. ¡A mi, no! Pero este sentimiento permanece y se alimenta con las actitudes y comportamientos cotidianos de los míos. En la distancia corta y en la lejanía; en la brusquedad próxima y en el sibilismo lejano. ¿Por qué?
Yo no soy una persona melancólica. Sin embargo, estoy alicaído y angustiado; profunda e intensamente triste desde hace mucho tiempo. Siento que me invade una fuerte depresión. Lucho contra ella, pero no consigo vencerla. La contumaz evidencia intelectual supera a mi deseo romántico de negar la realidad; de mirar para otro lado, para no interiorizar lo evidente. Me siento desgraciado por que algo he tenido que hacer tan mal como para sentir la humillación intelectual que me produce la incomprensión y la falta de respeto de los míos. Es una situación insoportable. ¡No puedo más!
Me consuelo con Felipe. El aún no puede hacerme daño moral. Al contrario, me motiva su inocencia infantil. Me recuerda a mis otros hijos cuando tenían su edad. Y sin embargo,… ¡qué decepción!, ¡qué amargura! El dolor que abrigo en mi interior me hace sentirme desgraciado, al límite de mis fuerzas.
¿Qué errores he cometido? ¿En qué he fallado?
Mi pena no me deja vivir. No dejo de llorar, como un niño abandonado en medio del desierto. Dicen que los hombres también lloran; que te sientes mejor después; que llorar te desahoga. Una vez más, eso debe ocurrir con otros. Es como una pesada losa que soportas a duras penas y que aguantas con todas tus fuerzas para evitar que te entierre. Pero las fuerzas tienen un límite. Yo siento que no puedo más. Creo que voy a tirar la toalla, pero a la vez pienso en Felipe que aún me necesita y no merece perder a su padre por las miserias humanas que le invaden. Por ello resisto y sigo peleando.
Es curioso. Yo soy de los que siempre he dicho: ¡eso a mi no me pasa! Pero la evidencia es contundente. Yo no tengo bula. Soy igual de humano que los demás y por ello me ocurren muchas de las cosas que les ocurren a otros. No hay una sin dos; ni dos sin tres. No sé como voy a salir de esta trampa que hace sentirme hundido, humillado y despreciado.
Dicen que la tristeza disminuye con el paso del tiempo. Una vez más, la naturaleza se ceba conmigo. Eso debe ocurrirle a otro. A mi me crecen los enanos. Cuando estoy casi convencido de que por fin la naturaleza es sabia y pone a cada uno en su sitio, aparece una nueva mutación contra natura y vuelvo a la cruda realidad: mi vida no tiene mucho sentido cuando me siento ofendido, despreciado y humillado por los que más quiero.
Siempre he creído, referido a mi caso, que una mujer, por ejemplo, la encuentras en un café, en la calle, te la presenta un amigo. Por ello, lo mismo que la encuentras, la puedes perder y, de hecho, ocurre con bastante frecuencia. Ahí está la realidad y las estadísticas de las parejas y matrimonios que se deshacen. Yo siempre creí que a mí no me ocurriría, ¡eso a mi no me pasa! pero…
Los hijos son otra cosa. No los has encontrado en la calle. Son parte de ti mismo. Por ellos haces el pino. Y cuando llego a este punto, no puedo seguir. Se me queda la mente en blanco. ¿Qué me ha ocurrido a mí con mis hijos? No puede ser, ¡eso a mi no me pasa!
Es curioso, intento culparme de no se qué para liberarme de esta pesadilla. Pero no lo consigo. Probablemente si pudiera sentirme responsable de media docena de decisiones que fueran la causa de mi desgracia personal, me sentiría un poco mejor. ¡Pero no encuentro esa media docena de errores! ¡Ni cinco!, ¡ni siquiera cuatro o tres!
Puede que sea demasiado orgulloso para no querer ver mis despropósitos. ¡Pero si yo no lo soy! No me cuesta asumir mis equivocaciones, creo yo. Pero, ¿Cuáles son mis errores?
Esta situación dura mucho tiempo y es demasiado pesada. No desfruto de las cosas sencillas y normales de la vida. ¡Me siento amargado!
Tengo todos los síntomas que me orillan ante el abismo. Estoy vacío y me juzgo incapaz de ilusionarme con nada; no tengo esperanza alguna, más bien me siento desesperado; me considero culpable sin encontrar mis culpas y me irrito y enfado fácilmente; no disfruto de las cosas ni de las personas; creo que se acaba mi energía; estoy cansado; ¡a veces me pasan cosas terribles por la cabeza!
El trabajo, a pesar de la gran presióna la que me somete, me sirve para olvidarme de mi mismo. No es la solución, y lo sé, a estas alturas. Pero algunas decisiones sobre mi futuro no son fáciles. Eso sí, cuando estoy con Felipe me encuentro mejor. Quizá deba proyectar un cambio radical de vida pensando más en mi mismo y en quien más me necesita ahora por razones de edad.
Recuerdo que, hace un par de años o tres, mi cardióloga me vio anímicamente mal. Probablemente estaba con uno de los habituales bajones temporales. Me recomendó acudir a un psiquiatra. Hizo un gran esfuerzo por explicarme lo que representa ese tipo de profesionales. Quizá deba yo solo retomar esa idea y ver qué terapias me puede ofrecer.
Sin embargo, una vez más mi problema consiste en que no me dejo engañar. Lo he intentado demasiadas veces. ¡Eso a mí no me pasa, me he dicho siempre! Pero las evidencias son contumaces, persistentes. Yo sé cuales son mis males y, posiblemente, su cura no se encuentra en la medicina tradicional o en la psiquiatría.
En fin, ya no me quedan lágrimas. Voy a acostarme e intentar dormir.
Buenas noches.
Juan Carlos.