Este jueves, entre todos los mensajes, vídeos y chascarrillos navideños recibidos me encontré con uno muy impactante; me llegó al alma por su contenido repleto de reflexiones y preguntas habituales en estas fechas que sacudieron sin piedad el confort de mi alma añeja causando, inicialmente, un desgarro emocional considerable
Sentado en el sofá del salón de mi casa, respiré profundamente. Volví a releer la misiva. Poco a poco fui interiorizando el sagaz mensaje que acuñaba cada una de las frases del texto. Una sensación extraña me aturdió por momentos.
Absorto por el contraste que produce conceptos tales como el frio y el calor; la alegría y la tristeza; la salud y la enfermedad; las sonrisas y las lágrimas; el lleno y el vacío; el presente y el ausente; la vida y la muerte; la emoción y la insensibilidad; la felicidad y la desgracia; el éxito y el fracaso;… repasé mentalmente los maravillosos momentos vividos en estas señaladas fechas desde que tengo uso de razón.
Mis primeros recuerdos datan de la década de los años 50´del pasado siglo. Pasábamos la Nochebuena en casa de mis abuelos paternos, Rosendo (Sendo), y Pilar, en Sancibrián. Me viene a la memoria la imagen de mi madre, Marina, saliendo de casa en un carro tirado por el caballo blanco más bonito que jamás he visto: Palomo. Así se llamaba.
Al mediodía de cada Nochebuena, aquella mujer brava y decidida viajaba hasta casa de mis abuelos con mi hermana Isabel, en los primeros años de aquel período; con Isabel, Sinforiano y Carlos –mis dos hermanos mellizos-, cuando estos vinieron a engrosar la prole de los Muñiz-Bárcena y, al final de aquella época, se unió al grupo, Maite, la benjamina de la familia.
¡Qué maravilla de caballo! El papel fundamental del “Palomo”, sin embargo, consistía en aportar su fuerza y contribución en las labores del campo para ayudar a mi padre. También servía a mi madre como recurso de transporte para traer “el pedido” de los almacenes de coloniales de Santander (Fermín Madrazo, López Alonso,…), el abastecimiento para su pequeño negocio de comestibles y bebidas en el pueblo de Mompía donde residíamos.
Mi padre, Rosendo, a su vez, se incorporaba a la hora de cenar. Desde Mompía a Sancibrián viajaba en su vieja bicicleta Orbea, imagen que conservo grabada en un lugar preferente de “mi disco duro”. Mi hermano José Luis y yo nos quedábamos a “ayudar” y a hacerle compañía. El premio, al final de la tarde, consistía en ir a casa de los abuelos dando pedales, mi padre; en el sillín de atrás, mi hermano y yo sentado en la barra del más apreciado medio de locomoción de la época.
La Nochevieja era apoteósica en casa de mis abuelos maternos, José y Asunción –“Roque” y “Ción”-, en su casa, en Bezana, en el hogar en que yo nací. Mi madre tuvo seis hermanas y un hermano. En los primeros años que yo recuerdo, dos, “Chiqui” y “Cionín”, estaban solteras. Las otras y mi tío “Man” ya estaban casados ¡y con hijos! Alguna de ellas con familia numerosa, igual que mis padres. Nos reuníamos, por tanto, los dos abuelos y sus ocho hijas e hijo; sus maridos y esposa; los novios de las dos hijas solteras; y todos mis hermanos, primos y primas, además de la tía “Tiné”, hermana de mi abuelo “Roque”.
Aquellas celebraciones familiares de Nochebuena, Navidad, Nochevieja y Año Nuevo las recuerdo con alegría y nostalgia a la vez. Durante muchos años, mis abuelos paternos y maternos reunían a sus respectivos hijos y nietos en Nochebuena y Navidad, unos; en Nochevieja y Año Nuevo, otros. ¡Todas las sillas estaban ocupadas! La felicidad y alegría brillaba en los ojos de toda la “tribu” allí reunida.
Pero, el tiempo pasa y cada año mis abuelos y mis padres se hacían mayores a la vez que mis hermanos, primos y yo mismo íbamos creciendo. Así, hasta que un día “se fue” el abuelo Rosendo y más tarde los otros tres abuelos Roque, Ción y Pilar. A partir de ese momento, las navidades empezaron a ser diferentes. Entonces, apareció la nostalgia y un cierto grado de soledad para contrastar con la euforia y la dicha de los momentos compartidos en años precedentes.
Mis padres continuaron la tradición navideña familiar en su casa de Mompía. Allí acudíamos todos sus hijos. Iniciaron una nueva etapa en la que ellos eran los abuelos, mis hermanos y yo, la siguiente generación, paulatinamente acompañados por nuestras respectivas esposas y maridos. Así se produjo la primera transición generacional. Mis hermanos y hermanas, hijos y sobrinos, replicamos las tradicionales reuniones navideñas en casa de Sendo y Pilar, de Roque y de Ción. De esta manera, Rosendo y Marina se convirtieron en el referente navideño de mis hermanos y hermanas, de mis hijos y mis sobrinos.
… Y la historia se repite. Al faltar mis padres, mis hermanos y yo seguimos la ruta marcada por nuestros antepasados, también. Si nos trasladamos a la Nochebuena y Navidad de este año 2016, mañana y pasado mañana, las sillas vacías en el salón de mi casa se notarán bastante. Bien es cierto que vivimos en una sociedad distinta de aquella de los años 50´del pasado siglo. Son muchas las circunstancias que provocan esa situación. Sin embargo, puedo decir alto y claro que, a pesar de las ausencias, el cariño paterno filial y fraternal reina en nuestros corazones. Si, en los corazones de quienes ocupan las sillas del salón rústico de mi casa y de quienes están ausentes por razones y circunstancias que no vienen al caso.
Por eso, el mensaje de mi compañero de colegio que recibí ayer cobra una vigencia sin igual en mi entorno. ¡Es la realidad de la existencia que hoy me toca vivir! Ahora bien, ello no es óbice para que su alcance me haya emocionado porque… en mi casa, estas navidades, habrá inexorablemente sillas vacías que completan otras ocupadas.
Me paro un instante a reflexionar y… me doy cuenta del “abandono” al que he tenido abocado a muchos de mis seres queridos y, tal vez, a mí mismo. No puedo por ello esquivar un cierto autorreproche. Y ello me causa una desazón enorme y una pena que no puedo evitar sentir.
Por todo lo dicho, me permito difundir el contenido literal del texto recibido este jueves y ojalá sirva para inspirar en quien lo lea la meditación que ha producido en mi persona y valga para darse cuenta de cuáles son las verdaderas cosas importantes de la vida.
“Se acercan las Fiestas y empiezan los preparativos: los regalos, la decoración, el menú de la cena, el lugar donde reunirse… Y aparece la pregunta inevitable: «Cuántos somos el 24?». Y en la respuesta, aparecen, implícitamente, las «sillas vacías», las personas que no están… La persona que está lejos, la que la vida llevó por otro camino, la que eligió no estar, la que se enemistó, la que se llevó la muerte…
Y aparece la tristeza. Y las «sillas vacías» duelen. Y necesito ese abrazo contenedor y prolongado que no va a llegar… Y extraño tu sonrisa…Y los ojos se llenan de lágrimas… Y duele… Pero es la realidad. Y a la realidad hay que aceptarla…
Entonces suspiro hondo y giro la cabeza. Y veo las «sillas ocupadas». Son las personas que me aman. Y sonrío. Así es parte de la vida: pérdidas y ganancias…Así voy a brindar el 24, con lágrimas contenidas por las «sillas vacías», y sonriendo desde el alma por las «sillas ocupadas»… Feliz. Si, feliz a pesar de la tristeza.
Porque ser feliz no es necesariamente estar alegre. La alegría es una emoción pasajera que termina cuando el buen momento finaliza. La felicidad es otra cosa. Es un estado del alma. Ser feliz es estar en paz. En paz sabiendo que estoy recorriendo el camino correcto, el que coincide con el sentido de mi vida, el de mis errores y triunfos, con mis miedos y mi coraje… MI camino, el que yo elegí. Un camino en el que hice todo lo que pude, y más, por los que no están, a los que me brindé incondicionalmente, a los que amé… ¡FELIZ NAVIDAD!”